Piensa
para sus adentros: “Sé que tiene frío, que sufre, que le pegan.” Así, sigue
dibujando cada línea, cada pelo, la suciedad impregnada en la piel y en sus
bigotes, una de sus orejas puntiagudas lastimada. Ahora tiene que cambiar el
lápiz por otro con más carbón, y así poder resaltar más los oscuros. Los
oscuros de sus ojos, la tristeza que esconden y esa llamada de auxilio. Una vez
más, el dibujante se detiene y piensa: “Quiere estar escondido, no puede
arriesgarse y mostrarse” Así, comienza a dibujar una vieja rueda de auto,
tapándole una parte, ocultándolo. “Tiene hambre” Y así acentúa las marcas de
las costillas del felino. Reclinándose levemente hacia atrás, moviendo la hoja
para evitar el brillo del grafito, observa su obra. No, así no es su gato.
Furiosamente busca entre sus cosas una goma de borrar. No logra encontrarla ni
en la primera cartuchera, ni en la segunda. Frustrado, toma el lápiz y tapa
sobre lo dibujado aquellas imperfecciones poco propias de él. Su gato no tenía
rayas, era un gato gris.
Por un segundo, le pareció que su mano no se movía como él quería, como si la luz estuviera engañándole la vista, y sus movimientos pareciesen más acolchonados. Se detuvo. Notó que al fijarse en su mano, su trazo había engordado. Decidido entonces, se levantó de su silla de escritorio y se dirigió hacia su perchero. En él colgaba un viejo bolso de cuero, y dentro, un lápiz, un cuaderno, y una goma de borrar. La tomó, borró aquella desprolija línea, y continuó con su labor. Sabía que el gato se encontraba sobre una calle de piedra, debajo de un auto, mojado, con frío, le habían pegado. Tenía hambre, miedo. Pudo identificar cada uno de esas características expresadas en la pobre silueta del gato, sus ojos. Frunciendo el entrecejo, intentando ver mejor en la luz del escritorio, no lograba, sin embargo, distinguir a su felino. No, es que no lo era. Se encontraba exactamente igual, allí sentado. Tenía su oreja lastimada, su pelo y sus bigotes mugrientos. El dibujante era capaz de distinguir su trazo, pero el gato no era el suyo. Tomó entonces otra hoja, para comenzar a dibujar a su gato nuevamente. Ya había oscurecido, por lo que tuvo que ponerse un par de sucios y viejos anteojos. El dibujante comenzó esta vez por la rueda, primero suave, luego acentuando las marcas de la goma, y más tarde, rellenándola de negro. Siguió por el suelo de piedra, y aquí se complicaba. Un charco, un reflejo. Dejo entonces esto para el final. Piensa: “Sus patas, lastimadas por huir”. Dibuja sus uñas gastadas, rotas. Sin pensarlo, Continúa sus trazos más arriba, en la parte del codo del animal. Nuevamente siente que la luz está jugando en su contra. El siente que mueve el lápiz suavemente de arriba hacia abajo, pero el dibujo se muestra violento, la hoja está hundiéndose, cediendo ante la fuerza del lápiz.
Por un segundo, le pareció que su mano no se movía como él quería, como si la luz estuviera engañándole la vista, y sus movimientos pareciesen más acolchonados. Se detuvo. Notó que al fijarse en su mano, su trazo había engordado. Decidido entonces, se levantó de su silla de escritorio y se dirigió hacia su perchero. En él colgaba un viejo bolso de cuero, y dentro, un lápiz, un cuaderno, y una goma de borrar. La tomó, borró aquella desprolija línea, y continuó con su labor. Sabía que el gato se encontraba sobre una calle de piedra, debajo de un auto, mojado, con frío, le habían pegado. Tenía hambre, miedo. Pudo identificar cada uno de esas características expresadas en la pobre silueta del gato, sus ojos. Frunciendo el entrecejo, intentando ver mejor en la luz del escritorio, no lograba, sin embargo, distinguir a su felino. No, es que no lo era. Se encontraba exactamente igual, allí sentado. Tenía su oreja lastimada, su pelo y sus bigotes mugrientos. El dibujante era capaz de distinguir su trazo, pero el gato no era el suyo. Tomó entonces otra hoja, para comenzar a dibujar a su gato nuevamente. Ya había oscurecido, por lo que tuvo que ponerse un par de sucios y viejos anteojos. El dibujante comenzó esta vez por la rueda, primero suave, luego acentuando las marcas de la goma, y más tarde, rellenándola de negro. Siguió por el suelo de piedra, y aquí se complicaba. Un charco, un reflejo. Dejo entonces esto para el final. Piensa: “Sus patas, lastimadas por huir”. Dibuja sus uñas gastadas, rotas. Sin pensarlo, Continúa sus trazos más arriba, en la parte del codo del animal. Nuevamente siente que la luz está jugando en su contra. El siente que mueve el lápiz suavemente de arriba hacia abajo, pero el dibujo se muestra violento, la hoja está hundiéndose, cediendo ante la fuerza del lápiz.
Desesperado
por haber arruinado ya su arte, el dibujante intenta detenerse, pararse y
pensar, pero a la vez sus ganas por sentir la suave vibración de la mina contra
el papel le resultan más fuertes. Mira su mano. Es suya, pero la imagen no
coincide con su pensamiento, su mano no se mueve como es ordenada a hacerlo. El
dibujante desconcertado, prueba moviendo sólo los dedos delanteros, trazando
pequeñas circunferencias. Es como si su mano convulsionara, como si intentase
dibujar pequeñas contracciones o palpitaciones. Suelta la goma de su mano
izquierda y agarra su derecha. Definitivamente se seguía moviendo. Preso del
miedo, comienza a hacer fuerzas para levantar su ajena mano del papel,
levantarla sólo un poco. La hoja se curva hacia arriba, se vence ante el lápiz
que la sujeta, en el aire. Y a su vez, su mano se mueve. Se mueve trazando en
infinitas direcciones las mismas contracciones. Intenta soltar el lápiz, con la
ayuda de su mano izquierda, pero siente pequeños filamentos elásticos que
regresan sus dedos a él. Astillas. Astillas clavadas en su piel. El dolor
estaba anestesiando su percepción de lo que hacía. Soltó su mano, la dejó caer
con peso muerto sobre el escritorio. Se quedó inmóvil durante algunos segundos,
pero reaccionó como un arácnido luego de una caída. Se elevó de un salto, sin
despegar la mina de la hoja, y continuó convulsionando. Por debajo de sus
lentes, podía ver el pelo creciendo desde el dibujo, creciendo en el lápiz, en
su dedo. La mina se arqueaba, formando una puntiaguda garra. Ya no era capaz de
distinguir el lápiz de su dedo índice. Parecía que formaran uno solo. Una sola
garra, una uña. Podía sentir como esta le tiraba cuando rascaba la hoja. Comenzó a sentir que su estómago se
contraía, como también convulsionaba y gruñía. Tenía el pelo pegado al cuerpo,
cubierto por una masa de mugre y agua, y su oreja le dolía.
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